​A la Fiesta hace 10 años que le falta un mechón

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PJC.N.6

EDITORIAL (PROGRAMA LA DIVISA DEL 18 OCTUBRE)

PEDRO J. CÁCERES



A la Fiesta hace 10 años que le falta un mechón


El próximo viernes, día 22, se cumplirán 10 años de la muerte de Antonio Chenel Albadalejo, “Antoñete”, el maestro eterno.

Su legado, dentro de una generación irrepetible, ha sido semillero de otras generaciones posteriores de grandes figuras de los siglos XX y XXI.

Si “Paquiro” puso negro sobre blanco para enseñar la Tauromaquia del siglo XIX, al maestro de Las Ventas le faltó escribirla, pero sí la dijo.


Con su capote y muleta, cada tarde, sobremanera desde su despertar en los 80 - cincuentón ya- era una lección magistral de como transformar el arte de la lidia por el arte de torear (lidia incluida).

Una tauromaquia completa. Un clásico: altura, distancia y velocidad.


Sobre todo: distancia y mano izquierda. Sólo acortaba el terreno, cuando el animal se apaga. También, utilizaba la derecha para pulir, complementar y, en su caso, fundamentar el trasteo cuando el toro era imposible por el izquierdo.          


Sobrios adornos al final, nada de “morisquetas”, con un trincherazo, a lo sumo un molinete o ayudados por alto para desahogar y preparar para la muerte al dócil o por bajo para poder al del genio. Sin atender a los tópicos de Madrid: el cruzarse y el pico. Chenel era pura colocación. Una filosofía: la pureza, ausencia de ventajas.


Como acuñara, en su día, otro grande del torero, D Ángel Peralta: “torear es engañar al toro sin mentir”. Siempre todo en función del toro: estudiado desde su salida por chiqueros.


Su estar en la plaza y delante del toro era asombroso por el dominio de la lidia (la suya, la de sus subalternos; la voz a tiempo), molestaba lo menos posible a los toros, dejaba el tiempo exacto a los toros en el peto del caballo. Además, los colocaba para varas casi cartográficamente y los sacaba en el momento preciso; probaba y luego, si es menester, otra vez al jaco, con medida.


También, tenía un conocimiento de los terrenos extraordinario:

Esperaba donde el toro se emplace, generalmente en los medios. Nunca lo cerraba, para de inmediato abrirlo. Todo lo hacía con dulzura, sin violencias, dejándose querer para que el toro lo agradeciera. Convencer antes que regañar, seducir en vez de maltratar.


Por supuesto, el temple. Pablo Lozano sentenció que “el temple es ese don, que Dios ha dado a algunos, para quitar fuerza al agresivo y darle alas al débil”. Antoñete fue su máximo ejecutor.

Como sacerdote en religión ancestral, Antoñete oficiaba su particular homilía: la verónica en enrabietado y los quites de mano baja con varias medias de denominación de origen.


La tauromaquia de Chenel, de forma educada, casi diplomática, hacía “corte de mangas” al pegapasismo de las últimas épocas del toreo.

La última lección la realizó, cabal, en el año 98 al cumplir 66 años, en la que iba ser su despedida definitiva en Madrid.

Ese día de junio de 1998 fue una expresión gráfica y animada de una vida dilatada, muy vivida…y muy disfrutada; romántica y bohemia. Muy de principios de gente diáfana, sin dobleces y de fenómenos de los que las madres paren de ciento en viento.


Esa tarde, por primera vez en la historia, un torero homenajeaba a una afición dictando una lección que era un compendio de su vida, su tauromaquia y su filosofía. Con 66 años no quiso alivios: dos toros en Madrid. Ese ha sido Antoñete. A Chenel le podemos poner el calificativo que queramos: figurón, maestro, “torero de toreros”, “torero de Madrid”, genio o un monstruo. Simplemente Antoñete.


Luego, a petición de la afición, nos regaló una prórroga de una temporada más, con dos cumbres: la goyesca de Antequera y la tarde de Jaén, suceso que hace unos días cumplía más de un cuarto de siglo.

Diez años después, le seguimos echando de menos.

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